Tengo dos señores que determinan mi vida...
Uno es el señor neofeudal don Emilio Botín quien,
en su día, me tasó la tierra y la casa en la que habito muy por encima
de lo que vale y ahora me tiene agarrado por la nómina y me roba con
todas las de la ley pero me roba. El otro es usted, majestad, al que
tuve que jurar o prometer fidelidad o lealtad cuando tomé posesión como
funcionario del Estado español. Y esa fidelidad la tiene usted por
imperativo legal, contra mi conciencia, sencillamente porque debo
respetar la Constitución que en 1978 aprobaron los españoles, en unos
sitios de España más que en otros (que la rechazaron) pero también es
constitución con todas las de la ley. Ya ve usted, majestad, que la vida
puede ser legal pero no por eso necesariamente justa. Sin embargo, como
dijo mi amigo el poeta Emilio Durán, ustedes tienen la fuerza.
Le soy fiel, majestad. En mis clases universitarias,
cuando hablo de la Corona, nunca traspaso el umbral de la ley que la
protege porque usted sabe que, digan los que digan sus apologetas, no
somos iguales ante la ley. Desde la Transición, un acuerdo no escrito y
además escrito, le ha guardado a usted y a su familia de críticas pero,
majestad, ha llegado un momento en que ni la prensa ni la gente puede
seguir callada y, si no dicen todo lo que deberían decir, sí se han
soltado el pelo bastante.
Majestad, como estoy seguro de que usted no es un
mandatario de la época feudal, me permitirá que me dirija a usted con
respeto pero con firmeza, como decían en la película Patrimonio Nacional,
de Berlanga. Hace siglos, uno ni podía escribir ni hablar de esta
manera tan moderada en que lo hago. Ahora por fortuna las cosas han
cambiado y puedo expresarme más abiertamente
Majestad, llevo muy a gala ser funcionario del Estado
español, creo en lo público y mantengo la esperanza de que los seres
humanos nos entendamos un día sobre la base de autoadministrarnos y
autogobernarnos de verdad, en lugar de estar pendientes de esas
pendejadas llamadas mercados y de esos codiciosos niños de corbata,
tarados, listos pero mediocres, que tienen jodido al mundo en nombre de
la libertad y la democracia. Majestad, cuando salgo de mi despacho
–público- apago siempre todas las luces. No utilizo el teléfono
–público- para llamadas personales a menos que el motivo sea muy
importante y no me tiro al teléfono una eternidad, hablando con amigos y
familiares, a costa del erario público ni le paso la patata caliente a
otros cuando la patata puedo resolverla yo. Majestad, atiendo a mis
alumnos todo lo que puedo y aún más de lo que debo porque pienso que
ellos no son culpables de que unos hijos de la gran puta –perdone mi
apasionamiento, majestad- les quieran suprimir sus derechos para
desviarlo todo a lo privado y desmontar el Estado del que usted es
cabeza visible. Majestad, respeto lo que dice el papel que he firmado:
mi dedicación a la universidad es a tiempo completo y no me aseguro un
salario al mes para luego irme a hacer negocietes privados, abandonando
mis obligaciones públicas. Creo, majestad, que soy un funcionario
público, si no ejemplar, sí honrado, honesto y efectivo y no voy a las
manifestaciones porque no quiero que crean que protesto porque me han
bajado el sueldo y así me mezclo con cientos de colegas que no son
dignos de llamarse funcionarios. Majestad, antes que en la crítica, creo
en la autocrítica. Majestad, antes que en el sector público como
complemento del privado y como empleo para toda la vida, creo en el
Estado y en su sector público como sustituto de lo privado ineficaz y
dañino para los seres humanos. A mí no me interesan los chillidos para
que me devuelvan la paga de Navidad.
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