Al nacer un sueño se revela un hilo de nuestra camiseta o jersey y se
bambalea… listo para volar. Rocío no lo sabía. Simplemente le gustaba
arrancarlos de las prendas de quienes apreciaba. Quería hacer algo especial con
ellos.
Experimentó aventuras insospechadas y, aunque la extasiaban, le
producían tristeza. Sus propios sueños no tenían cabida. Deshizo la bufanda
y devolvió las hilachas, pero ya nadie quiso perder su tiempo en asuntos
improductivos.
La biblioteca del Vaticano atesora sorprendentes sucesos históricos
vinculados a trastornos médicos que hoy, en su mayoría, la ciencia ha llegado a
conocer y comprender, desmitificando así su interpretación sobrenatural. Ese
era, por ejemplo, el caso de la epilepsia, atribuida hasta hace no mucho a una
posesión diabólica. Sin embargo, hay otros fenómenos que no se han vuelto a
presentar, convirtiéndose en una incógnita para unos y conservando su misterio
religioso para otros. De los que he podido documentarme, gracias a mi amistad
con un entrañable jesuita, el hecho que más me ha cautivado es el de una mujer
cuyo aroma natural hacía llorar a la gente a su alrededor.
Los visitantes y la matrona pudieron recuperase al poco rato de
abandonar la cabaña, pero la madre y el padre estuvieron a punto de fallecer
esa misma noche por deshidratación. A la mañana siguiente, hicieron pruebas
saliendo y entrando de la casa, repetidas veces, descubriendo que su hija era
la causante de su incomprensible lagrimeo. Si alguien del pueblo se enteraba de
aquello, la acusarían de endemoniada y la condenarían a muerte. También ellos
correrían la misma suerte por haberla engendrado. Decidieron ocultarla del
mundo hasta saber qué hacer. Pero tenían la obligación de bautizarla para no
despertar sospechas y, de paso, ver si con eso se aliviaba. El sacramento tuvo
lugar en su casa y sólo acudió el cura. Habían dicho a los vecinos y amigos que
la niña padecía fiebres extrañas y posiblemente contagiosas. Como era de
esperar, el sacerdote Darius lloró. Lo imprevisto fue que se lo tomase tan
bien. Puesto que en ningún instante sintió tristeza, pensó que la ceremonia
estaba siendo bendecida con un halo de alegría espiritual. Lamentablemente para
él, debía atender otros compromisos y tuvo que retirase de inmediato, sin darle
tiempo a sospechar. A raíz de lo ocurrido, la criatura adquirió el nombre de
Beatrice, que significa ‘quien da felicidad’.
Efectivamente, Darius era listo. Para empezar, propuso una solución
temporal para cuando necesitasen sacar a la pequeña de casa. Aconsejó
envolverla completamente, dejando sólo un diminuto orificio a la altura de la
nariz que le permitiese respirar. Bastaría con decir que le había caído agua hirviendo
encima y que no querían que nadie viese su deformidad. Darius les prometió
encontrar un remedio definitivo. Mientras tanto, les pidió un favor en
beneficio de los pobres del pueblo de Argesca. En las celebraciones de la misa,
tenían que colocarse en el centro de la nave y, al iniciar el sermón, debían
descubrir sigilosamente a la pequeña. Así se hizo. La fe del pueblo se elevó y
con ella las limosnas. No obstante, Darius no comió ni más ni mejor. Él era uno
de esos curas que creían en la bondad de la iglesia. Por consiguiente,
redistribuyó los ingresos. También es cierto que era consciente de su pecado.
En medio de uno de los sermones, un feligrés se percató de lo que
hacía la madre y, al ver el rostro de Beatrice, gritó ¡milagro, milagro, la
niña ha sanado!, y todos lloraron mucho más de lo habitual. A partir de ahí, la
pequeña caminó descubierta y fue sólo cuestión de tiempo que la gente notase
que ella era la causante de sus lágrimas. Sin embargo, no pensaron que fuese un
acto del mal, sino de Dios, porque en lugar de dolerles, les hacía más
sensibles, más buenos. Y Darius volvió a sacarle el lado positivo a la
situación. Se confesó ante todas las personas del pueblo y, seguidamente, las
convenció para que fueran sus cómplices.
El sacerdote Darius fue ascendido a obispo por las ingentes cantidades
que conseguía recolectar. Lo único que pidió fue no ser destituido de la
parroquia de Argesca. Por azares del destino, sobrevivió a la muerte de la
señora Beatrice. Ya cansado, sin nada que perder por la edad y su débil salud,
se atrevió a documentar la vida de su benefactora, confesando el gran engaño
que había encabezado. Por supuesto, el documento no salió a la luz.
Curiosamente
—podría considerarse más bien un detalle lógico, aunque no por eso menos
llamativo— en el funeral de Beatrice, ninguno de los presentes lloró. La
querían, sí, pero contuvieron sus lágrimas en señal de duelo.
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