jueves, 2 de mayo de 2013

Una lectura homeopática.


ESTE    ARTICULO     NO  ES  DE  LITERATURA   AUNQUE  EN  EL   ESPACIO 
  ""LITERATURA  VIVA"",     HAY   UNA  MENCION   LITARARIA    MUY   RECOMENDABLE

La dama de las camelias

Por   Francisco  Solano

Del Romanticismo se suele destacar más su carácter dramático que el juego de la imaginación. En su biografía del movimiento, Safranski destaca su cualidad irónica: «Entre los románticos había caído en suelo fértil la frase en la que Schiller afirma que el hombre sólo es enteramente hombre cuando juega». En efecto, antes de nada, el Romanticismo fue una implantación de libertad creadora, lo que puede llevar al exceso, a la locura o al ridículo; al riesgo de derivar la tragedia en burla y la pasión, en caricatura. La dama de las camelias, de Alexandre Dumas (hijo), pasa por ser una novela romántica, igual que el arrabal (más sentimental que urbano) pertenece a la ciudad. Pues, más que romántica (o hiperromántica, que ya son ganas de ser), esta novela es sentimental, y, más que sentimental, lacrimógena.

Y   AQUI  ABAJO  TENEIS
esto    no  es   un  plagio,
·El trabajo" por Rosa María Artal , articulo completo en Zona Crítica)
Empecé a trabajar a los 13 años. Sin sueldo porque se trataba de ayudar a mi esforzado padre que -buscando sin descanso una salida laboral- había montado una pequeña empresa. Aprendí mecanografía, taquigrafía y algo de contabilidad. Y pasaron varios años, algún empleo miserable en Londres –que sabía transitorio, de crecimiento-, un marido, un hijo, una casa que atender, una carrera simultánea al resto de las ocupaciones, hasta que pude dedicarme a lo que en realidad quería: el periodismo.

Emplearse en lo que a uno le gusta no tiene precio. Cambia el sentido de la vida. Se empieza la mañana con ilusión, se llena el día de matices y retos, y se llega a la noche pleno por muchos que hayan sido los sinsabores y el cansancio. El trabajo –el amado pero también el soportado, todos los trabajos- armoniza la satisfacción personal, el sentido de la utilidad hacia los otros y la necesidad de pagar las facturas y el ocio.

Y un día me echaron. Antes de tiempo. Anticipando la jubilación vital. La nueva teoría de la rentabilidad que precariza no solo la dignidad laboral sino la humana, lo exige –dicen-. Todavía me duele. Creo que, en su día –pronto ya-, me tocará una pensión modesta, permanentemente amenazada por la tijera. También entra en los cálculos restrictivos de “la sostenibilidad del sistema”.

Empecé a trabajar a los 13 años. Sin sueldo porque se trataba de ayudar a mi esforzado padre que -buscando sin descanso una salida laboral- había montado una pequeña empresa. Aprendí mecanografía, taquigrafía y algo de contabilidad. Y pasaron varios años, algún empleo miserable en Londres –que sabía transitorio, de crecimiento-, un marido, un hijo, una casa que atender, una carrera simultánea al resto de las ocupaciones, hasta que pude dedicarme a lo que en realidad quería: el periodismo.

Emplearse en lo que a uno le gusta no tiene precio. Cambia el sentido de la vida. Se empieza la mañana con ilusión, se llena el día de matices y retos, y se llega a la noche pleno por muchos que hayan sido los sinsabores y el cansancio. El trabajo –el amado pero también el soportado, todos los trabajos- armoniza la satisfacción personal, el sentido de la utilidad hacia los otros y la necesidad de pagar las facturas y el ocio.

Y un día me echaron. Antes de tiempo. Anticipando la jubilación vital. La nueva teoría de la rentabilidad que precariza no solo la dignidad laboral sino la humana, lo exige –dicen-. Todavía me duele. Creo que, en su día –pronto ya-, me tocará una pensión modesta, permanentemente amenazada por la tijera. También entra en los cálculos restrictivos de “la sostenibilidad del sistema”.
Empecé a trabajar a los 13 años. Sin sueldo porque se trataba de ayudar a mi esforzado padre que -buscando sin descanso una salida laboral- había montado una pequeña empresa. Aprendí mecanografía, taquigrafía y algo de contabilidad. Y pasaron varios años, algún empleo miserable en Londres –que sabía transitorio, de crecimiento-, un marido, un hijo, una casa que atender, una carrera simultánea al resto de las ocupaciones, hasta que pude dedicarme a lo que en realidad quería: el periodismo.

Emplearse en lo que a uno le gusta no tiene precio. Cambia el sentido de la vida. Se empieza la mañana con ilusión, se llena el día de matices y retos, y se llega a la noche pleno por muchos que hayan sido los sinsabores y el cansancio. El trabajo –el amado pero también el soportado, todos los trabajos- armoniza la satisfacción personal, el sentido de la utilidad hacia los otros y la necesidad de pagar las facturas y el ocio.

Y un día me echaron. Antes de tiempo. Anticipando la jubilación vital. La nueva teoría de la rentabilidad que precariza no solo la dignidad laboral sino la humana, lo exige –dicen-. Todavía me duele. Creo que, en su día –pronto ya-, me tocará una pensión modesta, permanentemente amenazada por la tijera. También entra en los cálculos restrictivos de “la sostenibilidad del sistema”.

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